Las cartas de los intelectuales en tiempos de Twitter

 

BARCELONA — Más de ciento cincuenta intelectuales de todo el mundo firmaron la carta que publicó el 7 de julio Harper’s Magazine contra la radicalización del activismo progresista. Si revisamos la lista, vemos en ella una variopinta muestra de novelistas (Martin Amis, Margaret Atwood, J. K. Rowling, Ian Buruma, Salman Rushdie), profesores universitarios de signo diverso (Noam Chomsky, Francis Fukuyama) y hasta un excampeón mundial de ajedrez, Garry Kasparov. Ha causado un gran revuelo mediático y, sobre todo, virtual.

En este caso, la forma es claramente el fondo. Porque en una época en que está desapareciendo la epistolaridad, en que la comunicación por escrito se hace por email y mensaje de texto, en que las ruedas de prensa están siendo sustituidas por anuncios en Twitter, lo que más llama la atención es que la intervención pública contra la intolerancia en internet tenga forma de carta. Su anacronismo invita a pensar sobre la vigencia de este tipo de manifiestos colectivos y de la propia figura del intelectual, en el marco del principal conflicto cultural de este inicio de siglo, el que enfrenta al viejo humanismo con la nueva civilización digital.

Paradójicamente, estamos regresando a un choque entre formas de expresión y de poder parecido al del siglo XIX, cuando nació el concepto de intelectual. Durante décadas, los reyes, presidentes, generales u obispos no dieron crédito a sus ojos: proliferaban en la prensa las tribunas de escritores y periodistas que se atrevían a cuestionar públicamente sus decisiones y sus políticas. Ahora, las nuevas figuras de autoridad, investidas por el prestigio que dan cargos y premios que nacieron durante el siglo XX, asisten con perplejidad a una nueva transición.

Cabe preguntarse si los escritores y profesores más conocidos de los que firman la carta, cuya edad media ronda los setenta años, no se estarán resistiendo a su propia pérdida de relevancia. El intelectual ha sido durante más de cien años el influencer por excelencia, a menudo en alianza con otros miembros de su generación o de su facción política o estética. Recientemente esa condición ha sido usurpada por quienes suman más seguidores en las redes sociales y por enjambres de cuentas de Twitter, unidas por la causa común que identifica un hashtag.

Como nos recuerda el historiador español Santos Juliá en Nosotros, los abajo firmantes: “El intelectual, si nace solo, enseguida se presenta al público en compañía”. Cuando Émile Zola entregó en 1898, en la redacción del diario L’Aurore, su alegato en defensa de Alfred Dreyfus, Georges Clemenceau lo tituló “Yo acuso” y reclutó a “profesores de secundaria y de universidad, hombres de letras, abogados, médicos, sabios, científicos y estudiantes” para que engrosaran con sus nombres y apellidos la lista de la acusación.

Enseguida llegó la respuesta del también escritor, además de político y publicista, Maurice Barrès, quien, en lugar de criticar al poder, criticaba —con el apoyo también de otras firmas— a quienes criticaban al poder. Escribe Juliá: “‘Los intelectuales’ aparecen, pues, como escritores que, al unir su palabra en un acto de protesta, suscitan de inmediato una réplica de otros escritores que, por manifestarse conjuntamente en contra, se convierten también en intelectuales, escindiendo desde su mismo origen el campo de la intelectualidad”.

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