Álvaro Uribe renuncia a su curul en el Senado

 

BOGOTÁ — Álvaro Uribe nos acostumbró al escepticismo. Su inmunidad duradera nos llevó a pensar que la ley jamás lo alcanzaría. Decenas de investigaciones sobre corrupción, espionaje y masacres paramilitares lo persiguen sin éxito desde hace décadas. Y solo un caso menor, por fraude procesal y soborno a un testigo, consiguió que la Corte Suprema de Justicia de Colombia ordenara su detención para evitar que obstruya el proceso. Una caída sorpresiva que trae nuevas tensiones para el país.

En este proceso cargado de interpretaciones políticas, Colombia necesita lo improbable: que los magistrados actúen sin presiones. Para que haya justicia, por supuesto. Pero también, y más importante, para confirmar que nuestra democracia y sus instituciones están por encima del caudillo que ha dominado la política nacional durante las dos últimas décadas. Esta es la mejor forma de demostrar que todos somos iguales ante la ley.

Uribe redefinió y casi monopolizó el poder en este país desde que ganó la presidencia por primera vez en 2002. Cuatro años después, entre visos de ilegalidad, antiguos aliados dicen que compró votos en el Congreso para cambiar la constitución y aspirar a un segundo mandato, que terminó en 2010. Entonces buscó un tercero, pero lo detuvo la Corte Constitucional. El líder recurrió a una estrategia que ha sido común en Latinoamérica, y prolongó su influencia endosando votos a dos candidatos-pupilos —Juan Manuel Santos en 2010 e Iván Duque en 2018— que logró convertir en presidentes.

Es el peligro de los caudillos, que someten sin mayor resistencia nuestras democracias inmaduras. Con hechos se convencen de su destino manifiesto. Se creen omnímodos, infalibles, eternos. Y el ecosistema republicano a su alrededor termina por creerse la farsa. Al final los países quedan atrapados en ese círculo, donde un jefe —el único— convence a muchos de su carácter imprescindible.

Alérgico al retiro, Álvaro Uribe ha cazado sucesivas peleas como expresidente y después como el senador más votado de la historia reciente colombiana. Durante los últimos años se ha opuesto de manera enconada al acuerdo de paz que su sucesor, Santos, firmó con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc). En su partido, el Centro Democrático, recurrieron a campañas sucias para convencer al electorado del supuesto peligro que corría el país frente a un armisticio negociado con la insurgencia. Y bajo el gobierno de Iván Duque, heredero de Uribe, diversas voces advierten que este acuerdo valioso corre el riesgo de ser abortado. El uribismo, de nuevo en el poder, es una piedra en el zapato de una paz que aún cojea.

Después de la detención, los defensores de Uribe han propagado un falso dilema. Dicen que es inaceptable ver al expresidente en cautiverio mientras los antiguos líderes de las Farc siguen en libertad. Es llamativo que planteen una equivalencia entre el antiguo jefe de Estado y un grupo irregular que secuestró y asesinó hasta poner a la sociedad colombiana en jaque. Pero además la indignación es infundada: los excombatientes están sometidos a la Jurisdicción Especial para la Paz, un mecanismo de justicia transicional que investiga a los guerrilleros desmovilizados y puede juzgarlos cuando concluyan sus deliberaciones.

Tomado NewYort Times

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